Estas Navidades hemos hecho una mini-mini-ruta por Marruecos. Ha sido un viaje express puesto que salimos de Barcelona el día 23 por la mañana y el 26 a mediodía estábamos ya de vuelta en el aeropuerto del Prat, pero no por eso ha dejado de ser menos especial.
De hecho, ha sido un viaje muy, muy especial porque hemos ido a conocer nuestras raíces. Mi madre nació en Tetouan, cuando era protectorado español, y vivió ahí 4 años. De allí fueron a Ceuta, donde vivieron 3 años más, y después ya vinieron para Barcelona, pero no había vuelto nunca a la ciudad que la vio nacer. Por eso este viaje en sí ya tenía un significado especial, no íbamos simplemente para hacer turismo, queríamos ver el edificio donde había vivido con sus primos y tíos, el lugar donde trabajaba mi abuelo… como decía, conocer las raíces.
La primera escala del viaje, sin embargo, fue Chaouen o Chefchaouen, que es como estaba escrito en todas partes. Allí vivió mi abuela materna (cuando tenía un añito) con su madre y sus 6 hermanos. La ciudad está un poco más al sur de Tetouan y más al interior, y tiene dos partes: la ciudad moderna y la Medina.
Indescriptible. Tan bonito, tan… mágico. Todos los edificios de la medina son de color azul y blanco, representando al mar y al cielo. Encontramos la pensión que había sido de mi bisabuela y donde mi abuela y sus hermanos habían vivido, y nos dejaron entrar a visitarla y ver incluso las habitaciones. Paseamos por la medina y fuimos a la cascada donde, todavía hoy, las mujeres marroquíes lavan la ropa a mano.
Como realmente me cuesta describirlo, dejo unas cuantas fotos para que las veáis porque, a menudo, una imagen vale más que mil palabras.
En Chaouen estuvimos el día 23 y medio 24. El 24 después de comer fuimos para Tetouan, segunda escala del viaje. ¡Qué contraste! Todo lo que Chaouen tenía de pequeño, recogido y tranquilo, lo tenía Tetouan de metrópoli grande, caótica y en constante movimiento. Llegamos a media tarde y fuimos directos a la Medina: personas yendo de un lado para otro, tiendecitas montadas en medio de la calle vendiendo todo tipo de cosas (ropa, fruta, verduras, zapatos, bolsos, electrodomésticos pequeños, móviles… ¡de todo!), vendedores gritando para atraer clientes, gente cruzando la calle sin respetar ni los pasos de cebra ni las señales de tráfico… y, a pesar de todo, la sensación de poder pasear sin agobios en medio del caos. Esa tarde un guía improvisado nos llevó hasta el edificio donde había vivido mi madre, el hospital donde nació y el edificio donde vivía mi bisabuela. Qué sensación tan especial…
Al día siguiente volvimos a la Medina para conocerla más a fondo. Nos encontramos de nuevo con una persona que nos hizo de guía y fue una gran suerte porque nos llevó por rinconcitos y callejuelas que, sin él, no hubiéramos visto. La Medina de Tetouan es tan grande y tan laberíntica que es muy fácil perderse, pero tiene tiendecitas únicas y vistas preciosas de la ciudad desde el interior de alguna de ellas.
Vistas des de el tejado de una tienda de alfombras |
cementerio musulmán de la ciudad |
Después de comer en un restaurante muy marroquí y nada turístico cogimos el coche nuevamente para ir hasta Tánger dado que a la mañana siguiente, muy tempranito, salía nuestro vuelo hacia Barcelona.
En Tánger a duras penas pudimos dar una vuelta por el centro, la Medina, porque ya era oscuro y hacía mucho viento, de modo que no apetecía mucho pasear por la calle. De lo que sí tuvimos tiempo fue de comprar “chuparquía”, un dulce muy dulce típico de Marruecos.
Cuando ya estábamos en el aeropuerto esperando para poder embarcar y entrar en el avión, tenía una sensación muy extraña: me sentía muy llena y muy feliz de haber conocido esas ciudades que también forman parte de mi historia, triste por tener que irme, y con la convicción absoluta de que volvería.
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