Sabes cuando necesitas escapar, alejarte de todo lo que te rodea; cuando sientes que no puedes, que vas a romperte en cualquier momento, que te falta aire, que ya no sabes qué hacer; que tienes la impresión que estás delante de un muro gigante, irrompible, infranqueable; que notas que no tienes fuerzas, que no sabes hacia dónde ir; que percibes cómo la frustración y la impotencia, y la rabia y la tristeza y el desánimo se han apoderado de ti; y sientes una lucha interna entre el yo que quiere abandonar y dejar de intentarlo, y el yo que sabe que todavía se puede hacer mucho, que no hay que tirar la toalla, que hay que hacer las cosas momento a momento, paso a paso, no plantearse más allá del ahora para no sentir esa abrumadora sensación del «no puedo», que puedes respirar hondo y volverlo a intentar.
Así estaba una parte de mí (y todavía lo está. A ratos) la semana pasada al verme enferma de nuevo, tras haber intentado varios tratamientos. Necesitaba respirar y en casa me estaba ahogando de modo que cogimos una bolsa con cuatro cosas y nos fuimos a un hotel perdido en medio del Montseny a pasar la noche del sábado, justo lo que mi cuerpo estaba pidiendo a voces.
Sin ambiciones, sin grandes planes, simplemente respirar en la naturaleza, rodearse de árboles, hojas y matorrales, y sentarse después enfrente de una chimenea, con el fuego encendido, sin hacer nada, dejándose absorber por el movimiento de las llamas al ir consumiendo poco a poco los troncos y, como mucho, leer un libro, una novela agradecida que me transportara a otro mundo, lejos del mío que ahora me parece tan frágil y tan incierto.
Paseamos por el bosque. No por el camino, por en medio de los árboles de verdad, adentrándonos entre castaños y robles, sin oír nada más que las hojas en el suelo crujiendo a nuestro paso. Ese silencio… cómo puede ser un silencio tan elocuente? Ese silencio hablaba de que las cosas requieren tiempo, de que la naturaleza es savia y la vida no te da nada que no puedas asumir. Y ese silencio transmitía también la paz, el sosiego que no estaba siendo capaz de encontrar en mí. Me senté un buen rato a los pies de un árbol, sintiendo la firmeza y seguridad que transmitía y, mirando hacia arriba, vi la imagen que necesitaba: los árboles del Montseny, que son más bien delgados pero altos, se alzaban hacia el cielo, bien arriba, y vi cómo el viento movía el tronco y las ramas de la parte más alta del árbol, la más expuesta pero, en cambio, la parte enraizada permanecía inmóvil. Y me di cuenta: nuestro día a día, la vida, nos trae cosas que nos sacuden, nos descolocan y nos dejan con esa sensación de fragilidad, de estar a merced de lo que nos ocurre. Y esto está bien, está bien descolocarnos y darnos cuenta que, en realidad, no tenemos el control sobre prácticamente nada en nuestras vidas, pero lo importante es que, a pesar de las sacudidas, consigamos que el viento no nos tumbe.
No sé si esto tiene algún sentido para alguien, pero desde luego a mí me sirvió: para levantarme y seguir paseando, poniendo la mirada en lo bonito que hay a nuestro alrededor, que es mucho, y para darme un poco de fuerza y ánimos para seguir intentando avanzar, y seguir probando.
pd. releyendo el post me he dado cuenta que puede parecer que estoy muy mal y muy enferma, y no es el caso. Estoy enferma, sí, pero nada que no se pueda curar 🙂
Como te entiendo, sin duda la naturaleza nos puede curar de tantos males, y es siempre tan sabia..
Un grande besito*
Ahi puedo acceder con facilidad a innumerables momentos, ya pasados, incluso olvidados.
Observarme desde una posición pocas veces alcanzable.
Allí todo es diferente, nada parece igual,... ni siquiera yo, soy yo.
© VA