Mi madre me recoge a las 8.40 AM del domingo. Nos va a sobrar tiempo, lo sabemos, pero, aún así, la noche anterior decidimos esta hora, ninguna de las dos se arriesgaría a llegar un minuto tarde. Durante el trayecto vamos charlando de eso y aquello, saltando de un tema a otro sin orden ni concierto. Esta vez conduzco yo y a esta hora de la mañana es una delicia, apenas nos cruzamos con otros coches. El conducir, cuando me conozco el recorrido, tiene un efecto relajante en mí, siento que es como si estuviera conduciendo mi vida, firme, segura, con convicción.
Llegamos y aparcamos sin problema. Cuando cruzamos las puertas correderas me llega ese olor familiar: esa mezcla de olor a desayuno y goma pero, sobre todo, de risas, nervios, espera, ilusión, tristeza, reencuentros y separaciones, abrazos, besos, lágrimas, cansancio, expectación, alegría… esa mezcla de emociones que vienen de golpe y sientes en el cuerpo antes que en tu cabeza.
Hemos llegado 10 minutos antes. Miramos las pantallas informativas y vemos que el vuelo va en hora. Entramos en una de las tiendas para acortar la espera, pero las dos curioseamos distraídas, más pendientes del reloj de lo que se va a llevar esta temporada en calzado. Decidimos ir hacia la barra metálica y permanecer ahí, y empezamos a mirar esa puerta corredera de cristal fijamente, como cuando miras una olla esperando a que el agua empiece a hervir, como si el hecho de mirarla fijamente habría de acelerar el tiempo de ebullición. Nosotras igual, sin desviar la mirada, esperando que se abra de un momento a otro y aparezca él.
Los minutos se hacen eternos. De repente, un whatsapp en cada uno de nuestros móviles, un «ueeeee» desde su teléfono de aquí. Miramos más fijamente si cabe esa puerta, intentando con todas nuestras fuerzas hacer que las cruce ya, que esté aquí ya. Es una tontería, digo para mí, hace 21 días que lo dejamos y estuvimos con él pero, aún así, las ganas de verlo y abrazarlo (por mucho que le pese) son inmensas, se echa de menos. Y mientras pienso esto se abren las puertas y allí está él, alto, apuesto, con cara de cansado pero guapísimo (está mal que lo diga yo?), buscándonos con la mirada. Y a pesar que quiero contenerme y esperar a que llegue hasta nosotras, no lo puedo evitar: pegando un chillido, echo a correr hacia él y me abalanzo encima suyo, achuchándolo tan fuerte como puedo, intentando transmitir en ese abrazo las ganas que tenía de tenerlo nuevamente aquí, aunque solo sea una semana. Cuando me despego (o, mejor dicho, cuando me despega él), se abraza también con mi madre para después empezar a andar hacia el coche los tres, cada una a un lado suyo, sin apartar la mirada de él, con una sonrisa que nos cubre toda la cara. Qué bueno es tenerlo aquí.
Feliz semana 🙂
imágenes:
1. vía blog meiomaio
2. vía pinterest
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